
Siempre hemos vivido en el castillo
Shirley Jackson
La mansión Blackwood es, para la “tontuela Merricat”, la narradora, un castillo que hay que defender ante el inminente derrumbe de su mundo seguro y lleno de fantasía
Sirley Jackson (San Francisco, 1916-North Bennington, 1965). Su familia se mudó a Rochester (Nueva York) donde se diplomó en 1934. En la Universidad de Siracusa comenzó a involucrarse en la revista literaria del campus y conoció a su futuro marido, el profesor universitario y crítico literario judío Stanley Edgar Hyman, con quien se casó en 1940.
El matrimonio deambuló por Nueva York y Westport hasta que Hyman y Shirley se establecieron en North Bennington, Vermont, donde Hyman se convirtió en profesor y Jackson proseguía su trabajo como escritora publicando novelas y sobre todo relatos cortos para The New Yorker, donde colaboró regularmente en los años cuarenta y cincuenta.
Escribió seis novelas, más de cien relatos, dos libros autobiográficos y media docena de escritos infantiles, además de varios ensayos. "La Lotería" se convirtió en un record de ventas y otra novela, "La maldición de Hill House" (1959), ha sido considerada por autores como Stephen King, como una de las más importantes obras de horror del siglo XX. En su última novela "Siempre hemos vivido en el castillo", publicada en 1962, la escritora se alejaría del misterio para introducirse en el terror íntimo, doméstico, explotando sus complejos claustrofóbicos.
En 1965, Shirley Jackson murió de un ataque al corazón mientras dormía, a la edad de 48 años. Tenía sobrepeso y fumaba mucho, por lo que tuvo problemas de salud que quizá le costaron la vida.
Imagen de fondo: Las dos hermanas Blackwood, con su gato viven atrapadas en un pueblo que les odia (Ver)
No opinamos sobre lo que leemos
No opinamos sobre los libros que leemos. Porque cada lector crea un libro diferente, lo modula, en ese proceso casi mágico de convertir un montón de palabras en una experiencia personal íntima y profunda, imaginando los escenarios y los personajes, compartiendo sus vivencias y metiéndonos en su piel. Somos testigos mudos.
Sólo en las reuniones de grupo comentamos si nos ha gustado poco o mucho el libro, porque nuestra opinión, publicada, podría llevar a alguien a no leerlo. Y eso sí que sería imperdonable. Mejor léanlo.